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Puedo mitificar y mitifico

En estos días los españoles se han convertido en Antonio Alcántara y hablan de «Adolfo» como de esa figura lejana de la que uno se siente compadre, modelo de referencia y vida soñada;  en todas las bocas resuena el eslogan «el mejor presidente», como si hubiera una Liga de Campeones de la política y el «espíritu de la Transición» nos sobrevuela. Y aquí vengo yo en estos días, el ser amoral, el niño de los porqués a pedir que razones tu respuesta. Y entiendo que es imposible porque la Historia ya está escrita, sellada y bendecida.

Adolfo Suárez, ante todo, fue un político. Obvio, ¿no? No lo parece, cuando cuesta encontrar un defecto en la lista interminable de virtudes proclamadas. Pero es que la lectura de su vida solo puede hacerse hoy a través de la tarea que un día le fue encomendada: devolver la libertad a un pueblo. Semejante empresa solo puede estar reservada a un ser excepcional o, de lo contrario, condenada al fracaso. De ahí que, para convencernos del éxito obtenido, durante años se haya ido construyendo un mito, la Transición, con un protagonista central, el héroe que hoy vuelve a nosotros con toda su carga emotiva.

El último gran héroe

Toda construcción mítica precisa de un héroe que la defina. La Transición -así, con mayúsculas- tiene en el imaginario colectivo los rasgos afables de un hombre bien parecido, educado, que encarna los valores del mito: generosidad, conciliación, esperanza. Lo individual y lo colectivo se funden. Pues ya tenemos un símbolo al que agarrarnos. Ahora toca interpretar los hechos históricos a partir de ese patrón asumido por todos.

Allá por el siglo XIX, un intelectual escocés, Thomas Carlyle, diseñó toda una teoría sobre el héroe moderno, alejado precisamente de cualquier ideal democrático. En  «Los héroes» nos mostraba a éstos como los auténticos motores de la Historia, hombres -mujeres no, fíjate tú- de acción y de espíritu, capaces de desencadenar procesos superiores con la sola fuerza de sus convicciones; gente sincera y valiente, enfrentada incluso a los suyos y sacrificada habitualmente en aras de ese bien superior que persiguen. ¿Os suena? Bien.

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E. de Évole

Para evitar contradecirme no he querido hablar de «Operación Palace» sin haberme fumado antes unos cuantos cigarrillos. En estos días he dado de comer a mis gatas, he finalizado las obras de rehabilitación de mi segundo molar inferior, he leído la prensa, he comprado algunos saldos de ciencia ficción y he revisitado un par de películas a las que vamos enseguida. En definitiva, he dado permiso a mi mente para salir a pasear un rato y tomar algunos apuntes útiles del natural. Entonces, he vuelto a pensar en Jordi Évole, en el ruido y la furia desencadenados por su experimento televisivo. Luego, con miles de caracteres disponibles y sin prisa alguna, he articulado algo parecido a unos pensamientos, porque el tiempo está de su parte. Las emociones, en cambio, son urgentes y traicioneras, malencaradas por lo general.  Y tengo la impresión de que debemos huir de ellas como de la peste. Dicho esto, todo lo que sigue parte de una base: lo que vimos el domingo en televisión no es información es, simplemente, televisión.

Solo una advertencia: aunque la digresión sobre Welles y sus herederos pueda resultar algo plomiza, parafraseando al protagonista de esta historia recomendaría seguir leyendo hasta el final.

¿Puede una mentira explicar una verdad?

Ante todo, «Operación Palace» es un falso documental y cualquier película documental, falsa o no, debe partir de un mismo presupuesto: el pacto con el espectador. Es decir, debemos conocer desde el principio los códigos con los que va a trabajar el autor, su materia prima, el tono, la forma… En el caso del falso documental, lógicamente, su intención tiene que permanecer oculta de entrada; sin embargo, el pacto obliga a ir dejando pistas por el camino. En este caso, el producto cumple con su obligación. De entrada, las promociones del programa no lo encuadran en ningún momento como parte de «Salvados», cuyos códigos informativos sí conocemos; por lo tanto, no existe ninguna «traición al espectador» por parte de sus responsables. Como bien han apuntado éstos, en las mismas promos se lanza una pregunta «¿puede una mentira contar una verdad?» y se nos da una información que, más tarde, se revelará fundamental: las imágenes del golpe solo pudieron verse al día siguiente del mismo. En cuanto a las «miguitas de pan» las encontramos tanto en la forma como en el fondo del mensaje. Formalmente se emplea de entrada un tono mucho más sensacionalista que el habitual en los espacios dirigidos por Jordi Évole. Algunos recursos expresivos, especialmente las metáforas visuales, parecen calcados de la parodia de falso documental protagonizada en su día por Los Simpsons.

Lo que nunca se atrevió a preguntar sobre Los Simpsons.

Lo que nunca se atrevió a preguntar sobre Los Simpsons.

En cuanto al fondo, en apenas dos minutos surgen las primeras preguntas que todo ciudadano debería hacerse ante cualquier información. Si lo que vamos a ver a continuación procede de unos documentos desclasificados por la CIA ¿de qué documentos se trata? ¿dónde pueden consultarse? ¿por qué nadie ha informado antes sobre ellos? Más allá de lo tremebundo del asunto y de la impasibilidad de los testigos, a lo largo de la historia van apareciendo elementos que nos permiten ir alzando progresivamente una ceja: ¿Josep Maria Flotats y Manolo Summers en medio de un rifirrafe nacionalista para dirigir un golpe de Estado?, ¿el PSOE y el PCE rompen porque Carrillo se salta el guión?, ¿Fraga entra en ebullición porque se le ha pasado la hora de comer?, ¿los guardias civiles saliendo por la ventana como homenaje a Hitchcock?. La cuestión es ésta: si alguien nos diera esa información de forma aislada solo podríamos interpretarla como un chiste, pero desde el momento en que otorgamos determinada categoría al marco en el que se insertan los datos cambia también nuestra percepción de los mismos. Es decir, la cuestión interpretativa está en manos del receptor, no del emisor. Pero el bosque que ocultan los árboles ocupa el lugar central de «Operación Palace». Si ya sabemos, si los responsables del programa nos han dicho anteriormente que las imágenes del golpe se emitieron con posterioridad al mismo, entonces toda la historia de la película de Garci salta por los aires.

Algunos de los datos incluidos en «Operación Palace» requieren nuestra complicidad para resultar verosímiles

Al final, se desvela definitivamente el engaño. Y aquí es donde reside, a mi juicio, el principal defecto de la historia, en la llamada de atención sobre el secretismo que aún afecta a lo ocurrido entre el 23 y 24 de febrero de 1981. Es la pretensión de mantener un mínimo discurso informativo la que afecta al conjunto, porque éste era un producto distinto, más cercano a otros referentes metaficcionales.

En el principio era Welles

La mirada poliédrica de Welles

Pese a que todas los dedos han apuntado a la emisión en 1938 de la Guerra de los Mundos, existe otro trabajo de Orson Welles más cercano en el tiempo que sienta algunas de las bases del falso documental como género audiovisual. En 1973, el cineasta nos dejaba su última gran obra, «F. for Fake», sobre la que, como en el caso de Évole, cayeron las críticas más sesudas y trascendentes. Renovando a su vez la técnica del montaje, el genio británico elaboraba un complejo discurso acerca de la realidad y la construcción de sus imágenes. Aquí hay varias líneas narrativas que constituyen una mise en abyme donde cada capa de mentira que levantamos descubre a su vez una nueva mentira. Un  falsificador de arte protagonista de un falso documental  donde un Welles auténtico nos dice que la mentira que veremos a continuación es verdad; donde, incluso, nos habla de su Guerra de los Mundos, introduciendo en ella elementos falsos. Ante «F for Fake» no podemos evitar preguntarnos «cuando una obra de ficción, una copia de algo real, alcanza determinado grado de perfección, ¿puede ésta suplantar la verdad? ¿no es cierto que se convierte en una verdad en sí misma?». Pero la preocupación de Welles a lo largo de toda su filmografía por las fronteras entre lo verdadero y lo falso, por la representación desde un punto de vista más estético que moral, encuentra eco en la obra de un español. Casi dos décadas más tarde, la mirada de Basilio Martín Patino se dirigirá directamente hacia el propio medio expresivo.

«La seducción del caos», de Martín Patino, ganó el FIPA de Oro en el Festival de Televisión de Cannes

Welles nos mostraba cómo el uso del montaje como semántica propia del audiovisual reconstruye la realidad, modela una nueva imagen, un artefacto se mire por donde se mire. Por su parte, Martín Patino había hecho ya ese mismo uso del montaje en documentales como «Canciones para después de una guerra», «Queridísimos verdugos» o «Caudillo». Pero en «La seducción del caos» (1991) va aún más allá  para reflexionar sobre realidad y representación, sobre la construcción del mensaje televisivo en los términos desarrollados por McLuhan. El protagonista, un erudito interpretado por Adolfo Marsillach, ha sido acusado de asesinar a su mejor amigo; esta trama, que sirve de soporte a la película, se nos presenta en forma de fake, a través de fragmentos de espacios televisivos reales conducidos por sus auténticos presentadores. Pero, en su interior se desarrolla un segundo discurso, una serie documental realizada por el protagonista para esa misma televisión en la que, amplificada, se aborda de nuevo la temática del fake (y en la que aparece, como un elemento más, la cinta homónima de Wells). «La seducción del caos» se convierte así en un ejercicio de metaficción que desnuda en un juego de espejos la estructura formal sobre la que trabaja el medio televisivo. El rizo se riza si tenemos en cuenta que se trata de una producción realizada para TVE. Una advertencia: la materia de la que están hechos los sueños catódicos no es la dorada verdad sino el plomo de lo falso.

Basilio Martín Patino www.circulodebellasartes.com

Basilio Martín Patino
Imagen: Círculo de BBAA

La seducción de Marsillach

La seducción de Marsillach

Inconscientemente o no, el falso documental de Évole bebe de estas aguas. Incluso se puede detectar alguna otra extraña conexión ya que José Luis Garci, el supuesto director de la película golpista, adaptó en 1977 para Televisión Española su relato «La Gioconda está triste»  Codirigido junto a Antonio Mercero, en este mediometraje apocalíptico aparece también la temática realidad vs ficción. incorporando como elemento narrativo falsos informativos de televisión en busca de un mayor impacto emocional.

Operación Palace no nos hace más estúpidos

Asumiendo entonces que no nos encontramos ante un trabajo periodístico sino ante un mensaje televisivo lo que se nos plantea, por tanto, es otra cuestión: ¿dónde queda nuestra capacidad de análisis?, ¿cuál debe ser nuestro rol como sujeto informado activo?, ¿debemos limitarnos a aceptar sin titubeos los mensajes que refuerzan nuestro punto de vista?, ¿son las emociones las mejores aliadas de la información y la verdad?. Tras el golpe de Estado televisivo de quien bien se ha ganado ahora su apodo de Follonero se levantaron desde el sanedrín del periodismo voces airadas y dignísimas, desde poltronas a sueldo de grandes empresas de comunicación participadas por grandes empresas de todo tipo financiadas por grandes bancos se clamaba por la muerte de la credibilidad periodística. Ataques de orgullo herido, en el mejor de los casos. Faros de corta distancia, en el peor. Pero el fenómeno más significativo fue el que se desarrolló de forma paralela a la emisión en las redes sociales, especialmente Twitter. Las dos patas que sujetan al pajarito son, precisamente, los dos peligros mayores para la generación de un pensamiento crítico: inmediatez y falta de espacio. La necesidad de hablar antes y mejor que nadie conduce al precipicio y fue en Twitter, no en televisión, donde el 23-F se generó el verdadero fake informativo que debería hacernos reflexionar.

Me gustaría finalizar con un mensaje tranquilizador. Los que se creyeron todo lo de la Operación Palace no son más estúpidos que el resto. Unos, son víctimas de sus propias emociones; otros, de la exigencia de ser los primeros, los más influyentes en las redes sociales (otra servidumbre emotiva); otros, tal  vez todos, víctimas de esa extraña enfermedad posmoderna que nos hace cada vez más incapaces de distinguir entre lo que es a nuestro alrededor y lo que, sin dejar de ser, solo reside en nuestra mente.